El azote de la clase media menguante


Pocas dudas puede haber sobre el legado económico de la Administración Obama, desde un punto de vista global. La situación económica actual es mucho mejor que la heredada en 2008, en plena crisis hipotecaria y con un sector financiero al borde del colapso.
 
Sin embargo, la percepción de la sociedad norteamericana no es ni mucho menos tan favorable. Algo tiene que ver con ello el descalabro sufrido por la clase media. Es decir, la reversión de un progreso social que había beneficiado a una capa creciente de la población durante la segunda mitad del siglo XX. Los primeros años del nuevo milenio han traído consigo una epidemia contagiosa de desigualdad que tiene en el modelo económico norteamericano su paciente cero.
 
La asimetría en la distribución de la renta en Estados Unidos crece desde mucho antes del estallido de la crisis financiera. No sólo hay en el país mucho menos clase media que treinta años atrás, los pocos supervivientes del grupo además se han empobrecido. Es el fruto de una combinación de diversos factores. Entre los más importantes, una segmentación del mercado laboral que ha venido de la mano de la revolución tecnológica y la globalización de los mercados. La presión de la competencia, por un lado, y los cambios profundos en las habilidades y conocimientos requeridos en los lugares de trabajo, por el otro, han ayudado a sesgar la distribución de las rentas hacia sus dos extremos.
 
Pero algo más se cuece en las cocinas del infierno social. El célebre 1% captura y atesora una parte cada vez mayor del pastel, de forma que aunque las rentas hayan aumentado apreciablemente la mayor parte de la población no percibe síntomas de prosperidad económica. En parte, debido al creciente desempleo estructural y de base tecnológica en las economías avanzadas. Además, por el avance de un empleo con salarios y condiciones laborales muy precarias. La desigualdad no es sólo el resultado de la distancia creciente en la remuneración entre trabajo y capital, también es la consecuencia del ensanchamiento en la brecha salarial entre los trabajadores.
 
Y, por si fuera poco, el sistema de protección social es mucho más endeble que el europeo. De modo que poco debería sorprendernos que un estudio reciente sobre los millennials en los Estados Unidos pusiera de manifiesto que su mayor preocupación es cómo afrontar el pago de las deudas contraídas en su educación, cómo conseguir un seguro médico de calidad o cómo garantizar un nivel de vida aceptable cuando llegue el momento de su jubilación.
 
En esta creciente ansiedad y sensación de inseguridad hacia el futuro cabe contextualizar una incertidumbre política sobre las elecciones presidenciales que, vistos los programas de ambos contendientes, no debería dejar lugar a ninguna duda. Pero cuando la pobreza se extiende y la sociedad percibe que las élites políticas y económicas se enriquecen y se sienten invulnerables, se abre una caja de Pandora de la que surgen populismos difíciles de erradicar.
 
Pese a las bondades ofrecidas por una retahíla de empresas con resultados económicos excelentes y el atractivo de un Wall Street en valores máximos, los riesgos sociales y económicos tal vez son incluso mayores hoy que tras la quiebra de Lehman Brothers. Las brechas sociales y raciales actuales son síntomas de una pérdida de expectativas sobre la igualdad de oportunidades en la economía y de un ascensor social que parece que sólo acepta pasajeros para las plantas inferiores.
 
Muchos olvidan que el capital se invierte pero es el trabajo el que crea valor. Sin embargo, muchos años se llevan ya con crecimientos económicos muy superiores a la evolución de los salarios, hasta el punto que el peso de las remuneraciones salariales en la renta nacional alcanza mínimos históricos mientras las rentas de los plutócratas se desmadran.
 
Por ello, la ceguera de las mayorías políticas en el Congreso y la Cámara de Representantes, limitando propuestas indispensables de la Administración Obama como el alcance de la reforma sanitaria, la contención de las retribuciones de los líderes empresariales o el aumento de la presión fiscal sobre los más pudientes han impedido que el reparto de los costes de la crisis y los dividendos de la globalización económica haya sido más equitativo en el país. Y quien siembra los vientos huracanados del descrédito político, recoge tales tempestades que incluso puedan ser inmunes a quien acabe siendo el futuro presidente.

(Reproducción del artículo semanal en ElBoletín.com: Clase media menguante)

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